caminamos para escapar de nosotros mismos

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Todo empieza con una tensión muscular.
El cuerpo se mantiene erguido entre la tierra y el suelo  apoyando todo su peso en una sola pierna. ¿Y la otra? Se convierte en péndulo.
El movimiento comienza atrás: el talón toca el suelo, el peso del cuerpo se desplaza hacia la punta del pie, el dedo gordo se eleva y…¡Suspensión!
De nuevo el sutil equilibrio del punto de partida. Las piernas han invertido su rol.











Al principio hay un paso. Y luego otro. Y otro, y otro, y otro… como si fueran golpes sobre la piel de un tambor que se van sumando para componer un ritmo; el ritmo del caminar. Nada más simple que la acción de caminar. Nada más complejo al mismo tiempo que ese desplazamiento bípedo que caracteriza al ser humano y que tiñe discretamente todo aquello que ha inventado a lo largo el tiempo para entenderse a si mismo. El acto de caminar se cuela en la religión, la filosofía, el paisaje, el urbanismo, la anatomía, la alegoría, la melancolía.













Será quizás porque caminar es  también un estado de ánimo, en el cual el cuerpo y el espíritu dialogan con el mundo como si fueran tres personajes en medio de una conversación. Tres notas que componen un mismo acorde. Pasear nos permite habitar nuestro cuerpo y el mundo sin dejarnos atrapar por ellos. Y nos sentimos, durante el tiempo de un paseo, libres para pensar sin perdernos por completo en el maremágnum de nuestras ideas.
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